¡Llamarada!...
Es oír desde las sombras
esa voz que a mí me nombra,
que la busco y que no está.
¡Llamarada!...
Es oírlo que me nombra...
y es correr tras una sombra,
¡imposible de alcanzar!
Tita Merello, Llamarada pasional
Existe en el mundo una mujer que nunca sonríe. Desde aquella infancia tempestuosa producto de una familia rota, Angélica ha sido una niña singular. Ella ha sido odiada por sus padres, que la abandonaron en la flor de su niñez, sumiéndola, quizás, en una angustiosa existencia.
No obstante, no quiero adelantarme a los hechos. Difícilmente pueda encontrar las palabras adecuadas para describir los siniestros acontecimientos de mis vivencias. Mi papel como empleada doméstica en la casona de la familia Álvarez representó un quiebre en mi vida, marcada por una faena que, de no haber sido mis propios ojos los que la hubieran contemplado, diría que son productos de una imaginación volátil y engañosa. Sin embargo, procuraré ser clara con este relato, obviando solo aquello de naturaleza banal.
Sin pretender el hastío, debo contextualizar la obtusa circunstancia. La residencia de los Álvarez está ubicada en Alta Gracia. Es una casona colonial construida inicialmente por inmigrantes brasileños en los albores de 1920; sin embargo, fue vendida en 1942, y fue el mismo Domingo Álvarez quien la adquirió. Él vivió con su esposa hasta pasado los años dictatoriales, cuando su hijo, Rubén Álvarez, se hizo cargo de la casona luego de que su padre fue derrotado por la esclerosis múltiple. Asimismo, su madre, Rosario Messina de Álvarez, fue internada en un geriátrico con mal de Alzheimer. Desde aquel entonces es que mi familia ha sido ama de llaves, hasta la actualidad, en donde el señor Rubén junto a su esposa Leticia Cáceres de Álvarez residen.
La casona es toda una obra arquitectónica. Está revestida por frondosas enredaderas que escalan su fachada de ladrillos vistos y la arcada que da al comedor. No menos de cinco dormitorios conforman su interior con majestuosos pisos de pino tea y ventanales de postigones. Las habitaciones corren por un pasillo, separadas por puertas de dos hojas, y conectan al jardín de palmeras a través de una desembocadura en un balcón. La casona se alza con un altillo y dos depósitos inferiores, un patio de invierno con muros de cristales y azulejos, entre enseres de roble y otras piezas de gran elegancia
Esta pareja, los Álvarez, siempre resultó ser demasiado antipática pese a su juventud. El señor Rubén siempre estaba ocupado en desmesura en sus negocios agrarios, y ella, en loteos inmobiliarios en las sierras. Ambos, de amargo carácter y vaporoso temperamento. Y es así que en las desdichas del destino quedaron embarazados y tras agobiantes nueve meses, Angélica vio la luz. Una luz que pronto menguó en sombras al ser una niña indeseada como la mala hierba, pues sumado a ello, tenía heterocromía del iris, lo que acarreaba sobre sí las más aberrantes creencias. He de confesar que generó en mí una serie de prejuicios en sus primeros latidos, pero conforme pasó el tiempo, supo ganarse mi amor. En cuanto a su nombre desfasado de época, asumo toda responsabilidad, pues ha sido mi elección, procurando evitar que los Álvarez la nombrasen.
Como mencioné en un principio, desde la flor de su infancia, Angélica ha enfrentado los obstáculos impuestos por su familia. Una familia fracturada, llena de ausencias, con una madre amarga y un padre codicioso. La débil unión de sus progenitores amenazaba extinguirse entre gritos que se acrecentaron desde que ella había arribado durante la primavera. No era raro oír decir al señor Álvarez: “Debí haber roto su cuello cuando aún era frágil”; palabras nefastas de una mente podrida, pues Angélica era apenas una niña risueña. Crecía aprisa y los otoños morían rápidamente a sus espaldas
En todo momento procuré estar ahí, dando algo de calor en ese invierno eterno que sus progenitores generaron en ella. Algunas tardes peinaba su cabellera negra y en otras le invitaba a jugar al jardín mientras tendía la colada, pero era imposible contrarrestar los nocivos efectos de sus padres que transformaban a aquella hermosa flor en una niña gris y triste. ¡La pobre Angélica debía de estrujar el sol para obtener tan solo una gota de su calor!
En ocasiones, lloraba. Podía pasar, incluso, un día entero entre lágrimas en su alcoba, donde la soledad y la angustia eran sus únicas compañeras en aquellas tardes de primavera en que los jazmines asomaban en el jardín. Para camuflar sus llantos, desde pequeña aprendió a usar una antigua máscara de teatro de facciones blancas e inexpresivas que había encontrado en el altillo polvoriento. No obstante no podía eclipsar la huella que dejaban las lágrimas al surcar su tan triste rostro. Ante tan conmovedora escena fue que le presenté la música, en concreto, aquella que yo misma conocía. Y la ilustré con los purgadores de pena, lo más insigne del tango de esta nación, pues mis conocimientos en estas polifonías eran superiores a los de la restante música popular
Al principio, ella se mostró recelosa al sonido agudo y melancólico del tango. Lo escuchó escéptica, sin embargo, podía ver en su rostro crecer un atisbo de esperanza y sus mejillas enrojecían ante tan soberbia armonía. Comenzó a disfrutar de esa música y tarareaba sus voces. Aunque para los Álvarez esto no fue una grata noticia: “Ahora estará haciendo ruido noche y día”, decían; y recibí más de un agravio, incluso amenazas de ser despedida. En cuanto a Angélica, se le prohibió escuchar lo que el mismo señor Rubén definió como una completa basura. Era claro que en aquella residencia el silencio era la única pieza musical que se podía oír. Angélica coreaba con el rumor de su llanto afligido notas que surcaban los solitarios pasillos y abofeteaban mi corazón.
Los años murieron hasta su adolescencia, donde se cultivó aún más con las ideas musicales que apaciguaban a sus demonios y encendían el fuego salvaje de su pasión artística, que amenazaba con convertirse en una forma de vida. Su obstinación la llevó a escuchar la música a espaldas de sus padres. En cuanto a mí, colaboraba como cómplice proporcionando algunos discos de mi marido. No es necesario mencionarlo, pero sus padres se oponían rotundamente al estilo de vida del músico, dado que pasan sus días alimentando las brasas de la imaginación. A decir verdad, me apeno por ellos por no haber sido esculpidos en el alma por las vibraciones del más simple instrumento. Sin embargo, ella, ya mayor y con más consciencia, mantenía la pasión oculta. Y dada mi complicidad, me había confesado su interés en aprender a tocar el bandoneón. ¡Ella era la estrella más brillante del firmamento con tan solemne declaración! No había luz del alba más intensa que la que resplandecía de su corazón. Y ante tal confesión, es que llegué a amarla como a mi propia hija
Llegado este punto de este relato, he de confesar, sin más preámbulos, que he deseado toda la vida ser esa que suena en la radio para que el país pueda despertar cada mañana con mi voz, que se esposen recuerdos colmados de nostalgia a mis canciones y que las sensaciones eléctricas del sonido ericen la piel. Acompañar en tristeza y felicidad a aquellos que busquen un refugio entre mis estrofas. ¡Sí!, ¡deseaba con todo mi ser que Angélica pudiera vivir eso que la vida me negó!
Con mi esposo y un luthier amigo de mi familia decidimos regalarle en su décimo primer cumpleaños un bandoneón artesanal, aunque de calidad cuestionable, suficiente para dar sus primeros pasos en el ámbito musical. Pero le advertí tajantemente que sus padres jamás podrían saber de él, pues podía imaginar cuál sería el destino de este aerófono. Asimismo, le rogué que no mencionara bajo ninguna circunstancia que ese regalo había sido mío, pues eso me llevaría a perder la única fuente de ingresos y todo lo que ello representaba. Angélica, enormemente agradecida, me dio un afable abrazo y luego se precipitó a colocarse la máscara de teatro. Supe así que estaba llorando y le expliqué que no hay vergüenza en llorar de alegría; ese era el único llanto noble que valía la pena mostrar. Pese a ello, no se quitó la máscara.
Su pasión por la música se multiplicaba conforme pasaban los inviernos, y aprovechaba a tocar el bandoneón cuando sus padres se marchaban a trabajar; luego lo escondía entre las paredes de madera de una casa de muñecas. Aunque yo no podía, dado mis ingresos, pagarle un instructor, Angélica aprendía rápido tocando de oído. Y dado que los Álvarez pasaban horas fuera de su hogar, ella disponía de tiempo preciso para sus estudios. Supe así que ese instrumento era el cable a tierra que necesitaba en su vida y que, a pesar de la soledad, ella podría crecer aún como una persona bondadosa y amable, pues así se mostraba conmigo
en el día a día.
Aunque lamentable fue el momento en que el señor Álvarez llegó a su casa antes de lo previsto. En ese instante estaba regando el jardín floral, cuando, de pronto, el bandoneón se apagó bruscamente. Me percaté de que el vehículo estaba estacionado y no comprendía cómo había sido tan sigiloso. Al entrar a la casa, pude escuchar los llantos agudos de Angélica y finalmente vi la espantosa situación.
El bandoneón estaba en el suelo con el fuelle roto y de parte de la caja se asomaban algunas lengüetas sueltas. La máscara, partida y contra una pared; Angélica estaba suspendida por el cuello por los brazos de Rubén Álvarez, quien toscamente preguntaba quién le había regalado el instrumento. Estuve por dar un paso en la habitación y admitir que yo había sido, sin embargo, tales fueron las amenazas y golpes de su padre que Angélica entre llantos mencionó mi nombre. No hay rencor alguno por hablar, pues estaba en plena consciencia de que ese viejo bruto le estaba maltratando. En ese entonces la soltó y perfiló en mi dirección sin vacilar. Habló eufóricamente entre insultos y saliva que salpicaba mi cara. Asimismo, profirió severas amenazas y, pese a todo, no me despidió; supongo que prefería mal conocido que bueno por conocer. Pero tajantemente se me prohibió entablar diálogo alguno con Angélica, pues, según ellos, yo corrompería su conducta (como lo había hecho hasta ahora). Mi única función para con ella era limpiar sus enseres y preparar su comida; ella ahora se nutriría en su cuarto, y yo dejaría la bandeja a los pies de la puerta, como animal de circo.
Espero que se pueda perdonar mi cobardía, porque dentro de mí latía un fulgor que ansiaba expresar contra el señor Álvarez, un fuego se agitaba en el fondo de mi ser y comprimía mi puño tembloroso de ira. Pero, considerando que no me había despedido, bajé mi cabeza y afirmé con docilidad; la docilidad que se espera de una ama de llaves.
Desde ese día, Angélica jamás volvió a hablar; no lo hizo conmigo ni con sus padres. Sencillamente permanecía en silencio mirando por la ventana de su habitación. Aunque a la señora Leticia esta actitud en principio le resultó molesta, luego la pareja comprendió que así era mejor, pues el silencio era tranquilidad para ellos; aunque el tormentoso corazón de la niña resonaba legüero y gritaba desde sus adentros con voz muda. Desde ese hecho, pude ver que llevaba la máscara la mayor parte del tiempo. Estaba reparada con cinta de una forma tosca y comprendí que mataba sus días entre la soledad de sus llantos y una implacable desdicha.
¡Verla sollozar me partía el alma!, era una gran debilidad para mí; de modo que una tarde que los Álvarez se habían marchado intenté calmarla, pero el llanto no cesaba y, para peor, no profería palabra alguna. Insistí en que podía hablarme y le demostré que no guardaba rencor alguno, que su actitud había sido un instinto básico de supervivencia ante una situación desmedida. En todo momento procuré que entendiese que ansiaba su amistad como antaño, pero ella lagrimeaba en silencio y frotaba su nariz acuosa. Supe de igual manera que ella me entendía, pues me abrazaba ocasionalmente.
Ahora bien, he de aclarar algo ahora mismo. Estas notas no pueden pasarse por alto, pues en ese entonces creía que lloraba por tristeza de su angustioso destino. Nada más lejos de la realidad: cuando contemplé sus ojos heterocromáticos pude ver que se gestaba algo más profundo. En ellos nacían la impotencia y el odio, un odio tan sincero a sus padres que me estremeció. A esa edad ella debería haber estado experimentando los misterios de la vida y el amor paternal, pero, en cambio, ya había descubierto el negro abismo del rencor y caminaba por los desfiladeros de la apatía. No había gesto alguno que la sacara de esa profunda depresión, y sencillamente comprendí que estaba destinada a ver el mundo con los ojos de sus padres, quienes habían borrado en ella los encantos de un pimpollo que ansiaba abrirse al mundo.
Ya llegado su decimocuarto cumpleaños, me había acostumbrado a verla con la máscara y solo podía ver sus ojos. No recordaba las sensaciones de abrazarla ni sus facciones finas y hermosas que conformaban su delicado rostro juvenil. Para mi mal, también había olvidado su voz, pero su llanto me perseguía incluso en mis pesadillas.
Sin embargo, lo peor estaba por comenzar. Aquella noche, cuando servía la comida al señor Álvarez y a la señora Cáceres, desde el cuarto de Angélica se oyó el sonido vibrante y agónico de un bandoneón. Un sonido que traspasaba las paredes de la casona y remolineaba en el jardín de invierno; ocupaba recovecos oscuros e invadía todas las habitaciones. Pude reconocer esa pieza: Romance del diablo de Astor Piazzolla. Una obra ejecutada con tal precisión que dudé de que verdaderamente se tratara de Angélica, ¿o en verdad era que ella estaba escuchando un disco a todo volumen? El sonido evocaba a una lejana añoranza y transportaba a la soledad de la niña que, encerrada, mataba sus días privada de algo tan elemental como lo es la felicidad.
Rubén Álvarez arrojó los cubiertos al suelo, golpeó la mesa con su puño y se puso de pie enérgicamente mientras la silla caía de espaldas. La madera crujía bajo sus pasos cuando cruzaba en largas zancadas el pasillo hasta la puerta de la cámara de su hija, donde la melodía se intensificaba. Seguí sus pisadas de cerca con enorme curiosidad por aquel hermoso sonido, a la vez que guardaba un profundo temor ante el porvenir y el vendaval de la ira de Rubén. «¡Oh, dulce Angélica!, ¿en qué te has metido ahora?», pensé.
En soledad y una angustia silenciosa, ella tocaba el bandoneón completamente negro, que tenía un único detalle metálico en forma triangular sobre una de sus esquinas. Su fuelle era borravino y con hermoso estriado. El aerófono en cuestión emanaba una extraña e intimidante presencia, pero aquella presencia se intensificaba cuando Angélica lo extendía entre sus manos y lo comprimía con espontáneos movimientos de vaivén. Sus dedos bailaban sobre los botones de galatita y emanaba una música funesta, acaparadora de sentimientos. Los matices de la habitación menguaban al gris, y detrás de ella siluetas espectrales se dibujaban entre un delgado humo negro. Aunque la imagen fuese difusa, podría asegurar que se trataba de… ¡Astor Piazzolla! ¡Puede creer que estoy loca, pero en verdad el tizne tenía la forma del artista! El señor Álvarez se detuvo en seco y por un momento vi un atisbo de temor en sus ojos, pero luego, recuperando su burda valentía (puede que haya confundido valentía con ignorancia), tomó al instrumento entre sus manos y lo destrozó contra el suelo. Un humo negro ascendió desde las entrañas del fuelle y se volatilizó por el ambiente hasta desaparecer.
Por motivos que mi comprensión aún hoy no llega a dilucidar, el señor Álvarez volteó sin decirle nada a su hija, sin embargo, cuando pasó a mi lado dejó en claro: “Veamos cuántos instrumentos puedes comprar con tu salario de sirvienta”, y marchó al comedor. Intuí que, pese a todo, no era yo una desempleada pues no estaba despedida, al contrario, era consciente de que aquel era un instrumento de alto costo y de que mientras él continuara rompiéndolos, yo continuaría perdiendo dinero. Lo que él no sabía es que yo no le había regalado ese bandoneón. Y, para ser sincera, yo tampoco sabía de dónde lo había conseguido.
Angélica no lloró. Sencillamente miró a la luna a través de la ventana de su cuarto y permaneció así. Sola, bañada por el haz plateado del satélite. Le hablé. No respondió. Me estremecí.
A los pocos días del incidente las cosas empeoraron. Cuando los Álvarez habían salido para trabajar, pude apreciar el inconfundible sonido del bandoneón otra vez. ¡Era imposible, pues había sido destruido! Esta vez, ejecutaba una pieza clásica de Julián Aguirre. En concreto, un hermoso arreglo para su Triste n.º 1. Creyendo que se trataba de una grabación, me aproximé con cautela para ver a Angélica tocando el mismo instrumento negro. ¡Una nube negra la envolvía casi por completo, a tal punto que creí que la habitación estaba ardiendo! La niebla oscura se escurría a través de la válvula y por el cabezal.
Me aproximé a ella e intenté advertirle, pero no tuve valor de sacarla del trance. A la vez, temía el alza de la tempestad del señor Álvarez, que, próximo a llegar, se alzaría en la ira y no habría daga que callara su voz. Mas ella se mantenía tocando con tal devoción y una pasión inquebrantable. El bandoneón abría y cerraba como el eterno latir del tiempo, mientras las lengüetas de aluminio gemían con afligida melodía y el humo negro escapaba, dándole forma a cada obra de figuras deformes que se presentaban detrás de ella. ¡Juraría que entre el tizne estaba la viva imagen de Julián Aguirre! ¡Espantosos espectros de aquel endemoniado instrumento que había traído al artista desde la misma muerte! Pero Angélica lo ignoraba y su alma se mantenía en los botones
que pulsaba con religioso fervor.
Di un paso adelante y quise sacarle el instrumento de las manos, pero este emanaba el calor de una hoguera; así que solo frené sus manos. Repentinamente miró a través de la máscara y pude ver sus ojos bicolores, mientras el humo se esfumaba y las imágenes se desmoronaban en hollín que tintaba la pino tea. Pero presentía que de alguna manera el bandoneón infernal no estaba de acuerdo con esta interrupción, cuando emitió un sonido sin que ella comprimiese el fuelle. Entonces le pregunté de dónde lo había sacado y cómo lo había reparado, pero ella se limitó a mirarme sin pronunciar palabra alguna. ¿Podría este instrumento haber sido generado por el intenso deseo de la música o solo era la promesa de sus demonios? Y si era verdad el odio agudo que sus padres cultivaron… ¿podría llevar este aerófono alguna mala intención? Le supliqué que no incitara al vendaval de la furia de sus padres, pero ella estaba dispuesta a irritarlos o en verdad era que el bandoneón así lo demandaba.
La joven volvió a su profunda melodía cuando yo solté sus manos, solo que esta vez generó un perfecto arreglo de la primera cantilena, Santa fe para llorar de Carlos Guastavino. Una melodía que evocaba una tristeza romántica, pero el humo del bandoneón emergía, negro, invasivo y formaba la imagen de un hombre de cara alargada y pelo corto. ¡El mismo compositor de la obra! Asimismo, estaba cautivada por las hermosas vibraciones. ¡Era sorprendente verla ejecutar la obra con tal destreza, más aún a sabiendas de que poco tiempo llevaba en sus estudios! Y tal fue mi asombro que no me percaté del sonido del vehículo
al aparcar en el garaje de la casa. Se trataba inequívocamente del señor Álvarez. Cuando salí de la fascinación, le grité sobre el sonido del bandoneón, no obstante Angélica no escuchó y el humo mutaba, intenso. Mutaba en una figura de Guastavino, quien contemplaba con mirada perdida más allá del tiempo, como si pudiese ver a través de su muerte en años anteriores.
En un lapso tan breve como un pestañar, Rubén había tomado el aerófono en sus manos, que se enrojecieron por la temperatura del instrumento, y lo arrojó contra el suelo. Luego, sin remordimiento alguno, golpeó con el canto a su hija, haciendo saltar la máscara por los aires. Un hilo escarlata descendió por su nariz mientras sus ojos llorosos miraban contemplativamente a su padre. Este le dijo con total impunidad: “El día que te abandonemos podrás tocar todo lo que quieras, mientras tanto, la única música que se escuchará en esta casa es el silencio que yo impongo”. Juraría que la comisura de los labios de Angélica se curvó en una sutil sonrisa llena de malicia.
Así fue mi último día en la casona de los Álvarez, pues se me culpó de proporcionarle el bandoneón demoníaco a su hija y fui despedida, no sin antes recibir el apelativo de bruja. ¡Ya deseaba yo ser una bruja y maldecirlos! En cambio, desde ese momento no podría romper las cadenas de Angélica ni apartarla de las intenciones oscuras que acaparaba su negro bandoneón. Entendí que el destino me apartaba de esta tarea que hasta el momento no pude cumplir. He de reconocer que tras recoger mis bártulos me retiré llorando, pues era infeliz por la misma desdicha de la niña, que ahora estaría sola en el más estricto sentido.
Los días consecutivos, no podía menos que pasar frente a la casona, solo para verla a través de los cristales tintados de su cuarto. Percibía las vibraciones del bandoneón en el aire. Sonaban obras diversas y entrelazaban entre clásicos y tangos. Paseaba con Troilo en Che, bandoneón; Piazzolla con su Tristeza, separación; Pugliese con Quejas de bandoneón, incluso Ciriaco Ortiz con sus fraseos estirados tanto como su tonada cordobesa con Nieblas del Riachuelo. Todos ellos ejecutados con una precisión milimétrica. Me lamenté no poder estar ahí y ser una oyente de la sublime interpretación. Sentía sus palabras a través del sonido del bandoneón, y en ese momento me pregunté si estaría ejecutando su talento sobre el aerófono negro. Pero comprendí que tampoco podría mantener estas visitas cuando la señora de Álvarez escupió una serie de insultos y amenazó con llamar a la policía al verme
sobre su vereda; no sin antes acusarme de brujería, otra vez.
Quizás transcurrieron años y así, eventualmente, pude olvidarme de la hermosa y triste Angélica. Tuve la fortuna de conseguir un nuevo empleo en el Museo Manuel de Falla como personal de limpieza, lo que me mantenía ocupada gran parte del día, y por la noche, quizás al ver la luna y entre estrofas de Laurenz o Maffia, aquellos vestigios de la joven volvían a mí y me pesaban tanto que no podía evitar llorar. Sin embargo, el paso infatigable del tiempo curaría la herida, mas los recuerdos volvieron cuando los diarios se llenaron con aquella singular noticia: los Álvarez habían desaparecido.
Se rumoreaba que habían escapado de Argentina dejando a la pobre Angélica sola, la cual fue confinada a un hogar para niños en Córdoba capital. ¿Podría ser más cruel el destino de aquella joven niña? ¡No podría haber imaginado que las palabras del señor Álvarez iban a ser tan ciertas, en aquel momento las tomé por un burdo arrebato de ira! Podría haber cambiado ese destino de haber estado presente. En aquel entonces, solo pude lamentarme por algo que no había hecho.
Me prometí visitar a Angélica, pero mi trabajo era tan exigente que no conseguía hacerme tiempo. Y transcurrieron pesados meses hasta que me dispuse a buscarla, una búsqueda completamente infructuosa pues el rastro de Angélica era un laberinto sin salida. A nadie podía importarle menos una niña llorona que no era capaz de, siquiera, saludar; aunque yo conocía todas sus desdichas y entendía el motivo de ese agónico accionar. Sin embargo, no la volví a ver; no al menos hasta pasado un tiempo.
Ocurrió en el Festival Nacional del Tango en La Falda, unos años después. Un evento al que asistía todos los años que podía, en compañía de mi marido y algunos amigos. La ciudad se cubría con un ambiente festivo en el que bailarines y cantantes atiborraban las calles. Nos gustaba pasear por la localidad y escuchar música. Aprovechábamos la salida para olvidarnos del trabajo y recordar esos sueños frustrados que nunca pudimos poner donde tenemos los pies.
Y allí estaba ella: Angélica. De pie sobre el escenario del auditorio con su máscara blanca. Había crecido tanto en este tiempo que si no fuese por esa careta, de seguro no la hubiese distinguido. Ante su imagen no pude menos que ponerme de pie, pero no en señal de respecto, y no era que no la respetase, era un miedo pavoroso al ver que entre sus manos traía el mismo bandoneón negro, el que su padre había roto hartas veces hasta abandonarla.
Y así fue que comenzó. Angélica se dispuso a tocar su propia obra. Notas e interpretación de su propio cerebro y su negro corazón, con todo aquello que los Álvarez le enseñaron en su infancia. Entonces el bandoneón gimió agónicamente y el tizne brotó de él, como una flor sombría. Supe que el aerófono estaba buscando a través del tiempo y el espacio a su compositor, como tantas veces había hecho. El instrumento expresó esto como un extraño vórtice negro de brazos espiralados que giraban en una armonía espectral, mientras respiraba con su abrir y cerrar. Su fuelle latía bajo los dedos de Angélica que caminaban por la botonera blanca y, entonces, comenzó a hacerse más violento. ¡Pero allí nadie era capaz de ver tal figura ominosa! ¡Todos se mantenían en un fuerte trance producto de la hermosa melodía! Incluso yo, queriendo huir, estaba petrificada por el esplendor del sonido.
Ella daba golpes y angulosas inclinaciones mientras las lengüetas gemían notas musicales y el vórtice iba mutando lentamente y ensanchando su tamaño. La ausencia de un espectro humanoide, quizás, era el interior vacío de Angélica que el bandoneón se esforzaba por mostrar. Aunque la interpretación fue un tango moribundo, de tristes melodías, fue de extrema belleza. La expresión aterradora se vertía sobre el auditorio y latía como una criatura amorfa.
Y entonces, la verdadera geometría del bandoneón surgió detrás de sí, de forma pavorosa. Eran unas siluetas altas y oscuras, de extremidades delgadas. Sus rasgos eran apenas visibles, pero esbozaban unos rostros agonizantes y bailaban un tango, un tango muerto, encadenados al fuelle que emitía el humo. ¡Ellos eran sus padres! ¡Rubén Álvarez y Leticia Cáceres! ¡Estaban atrapados en el aerófono! Y pronto, los mismos haces tentaculares del bandoneón abrazaron fuertemente a Angélica, quien comenzó a tocar con más y más violencia. Golpeaba el fuelle sobre su rodilla y aplastaba los botones mientras la música aceleraba el paso hasta llegar al acorde final, el punto culmine de la obra, que robaba lágrimas al público. ¡Perlas acuosas que se partían contra el suelo ante la esplendorosa composición! ¡Música que nacía en el corazón y vibraba en nuestros oídos! El auditorio lloraba y todos adoramos a la joven intérprete.
Angélica desapareció en una nube negra. El bandoneón cayó y su fuelle se quebró. Tras el tizne, dos calaveras rodaron por el suelo.