¿Quién no ha oído la historia de El Páramo aún? En la lengua de cada persona siempre se evoca a aquel lugar como una leyenda más. Una de tantas otras que traen consigo una historia terrible donde los Aparecidos cobran protagonismo. Sin embargo me pregunto ¿cuántos de ellos han ido realmente a El Páramo para comprobarlo? Sin temor a estar equivocado, puedo asegurar que ninguno lo ha hecho. Que la vida fluya por su sangre es el indicio de esto. Nadie que ha ido, ha conseguido volver, no siendo un humano al menos. No con vida.
Yo traigo conmigo la única historia real y completamente verídica. Entiendo que ya hayas escuchado estas palabras antes. Puedes no creerme si lo deseas, pero ello no cambia aquello que yo sé. Ésta es la historia de alguien que consiguió volver.
Estoy seguro que conoces a Issa Usry, el llanero de Draven. En otras palabras, un caza recompensas con más honra que dinero dentro de su saco. Lo cierto es que se le da bien disparar con su revólver. No había nada que él no le pudiera dar al blanco. Aquella singular arma había sido bañada con la sangre de un gusano Qanar, y ahora podía destruir lo intangible como el amor, el honor y los Aparecidos. No era de extrañar que desde que consiguió matar a esa criatura su fortuna cambió como cambia la dirección del viento. Lo elevaba, como espiga al aire caliente del desierto. Pero él no buscaba dinero como otros de su calaña. No, claro que no. Él tenía una ambición mayor. Solo anhelaba aquello que su propia arma podía destruir: reconocimiento y fama. Aquello eran las únicas fortunas que perseguía, pues el dinero es tan vacío como la existencia de cualquier habitante de Draven.
Con aquel orgullo sólido e inquebrantable como roca, había decidido marchar a El Páramo para erradicar a los Aparecidos. Se dice que en una taberna apostó su vida a doña Frisna y dijo algo así como: “Que la muerte me mantenga en su regazo si yo consigo matar a más de mil aparecidos, mas nunca me lleve a donde nadie vuelve” Pero existen cosas peores a la muerte y pronto lo descubriría.
Así comienza esta pequeña aventura a partir de Draven solo con sus armas y sus trampas. Desdichado fue por aquella fatídica decisión, pues era joven e ignorante.
Arribó la Divisoria cuando el sol comenzaba a nacer en un nuevo día, habiendo viajado por la noche. Allí terminaban la seguridad de la llanura y daba pasos las extensas tierras de El Páramo. En la Divisoria se puede sentir cómo cambia la corriente del aire. Cómo cambia la textura de la tierra. Cómo cambia la vida misma. Tras ella, las estrellas nunca florecen de noche y la luna se levanta a lo alto para no ser tocada, pues en su danza inmortal también le temía a estas tierras.
Caminó unos cuantos kilómetros cruzando el alambrado que mantenía lejos a los desgraciados y llegó a una humilde cabaña construida toscamente de madera. La única en aquel desolado lugar.
La puerta tronó cuando él golpeó y una voz octogenaria se anunció desde dentro. Las bisagras crujieron y tras aquella tablada de madera se encontraba Rehema con su sombrero de paja y espiga en la boca. Vestido con un overol azul que estaba adornado con manchas de tierra al igual que su camisa a cuadros, pero era algo que no le molestaba. Él nunca recibía visitas, no de humanos.
—¿Qué hace un joven en el Páramo? —preguntó el viejo y luego escupió a unos pocos palmos de su pie.
Con arrogancia Issa le respondió:
—Soy un cazador de Aparecidos. El Páramo no volverá a ser lo mismo cuando haya acabado con todos ellos.
Rehema miró detrás de sí y luego volvió su vista al llanero mientras gesticulaba con la espiga en los dientes.
—Serás solo uno más en intentarlo —declaró el ranchero, y volvió a escupir.
—Solo los débiles lo intentan.
Issa desenfundó su revólver dorado mientras clavaba sus ojos azules en la alacena de la cocina de Rehema.
—Si vas a matar Aparecidos, no lo hagas en mi hogar —sentenció el anciano comprendiendo la intención del llanero—. Solo empeoraras mi existencia.
—¿Por qué un campesino como vos desea proteger a un Aparecido como ese?.
—Tu arrogancia no te permite ver más allá de tu nariz, joven pistolero. No estoy protegiendo al Aparecido que mora en mi hogar, me protejo a mí mismo, pues este espectro es joven e incapaz de hacerme daño.
—No veo razones para perdonarle la vida.
—¿Es que entonces no lo sabes? Has venido a El Páramo sin saber nada de los Aparecidos. Tus horas están contadas.
Issa no se inmutó.
—¿Qué debo de saber de ellos antes de matarlos?.
Rehema se hizo a un lado de la puerta y le invitó a entrar. El llanero ingresó sin temor alguno a aquel Aparecido joven, pues ahora podía ver su apariencia de niño y el miedo en sus pequeños ojos etéreos sobre su piel añil y traslúcida. Observó que este no tenía el velo sobre su rostro como le habían descrito. No era descuidado y no le perdió de vista, sin embargo el granjero le dio completamente la espalda.
—¿Por qué motivo este Aparecido no te transforma en uno de los suyos? —preguntó Issa sin denotar interés, pero la curiosidad se hizo evidente.
—Por qué es joven. No posee la fuerza suficiente para matarme, y apenas consigue mover pequeños objetos. Moriré antes por los años que por las manos de este espectro.
—¿Y por qué no le matás vos?
—Por qué no sabría cómo hacerlo.
—Sería una tarea sencilla para mí —sentenció el llanero apuntando sutilmente con su revólver.
El anciano tapó el cañón del arma con su mano.
—Dudo que puedas matarlo de un disparo. Y si pudieras aun así, te imploro que no lo hagas. La presencia de este joven Aparecido impide la llegada de otro adulto. De esta manera, es que yo puedo vivir en mi granja sin temor a la muerte.
—Explícate bien, anciano.
—Verás, pistolero. Cada hogar puede ser habitado por un único espectro. Mientras este joven Aparecido esté morando en el mío, yo no correré ningún peligro. En cambio sí le mataras de alguna manera, otro vendría a ocupar su lugar en una noche cualquiera.
—Creí que los Aparecidos moraban en las tierras desiertas de El Páramo.
—Y lo hacen, pero solo durante la noche. Motivo por el cual has conseguido llegar hasta aquí sin ningún problema desde la Divisoria. Me temo que el sol sea tu reloj de arena y se agote tu tiempo.
—Entonces dispongo de todo el día para adentrarme en el corazón de este yermo.
—Y te aconsejo encarecidamente que desista de esa tarea, o este lugar será tu tumba.
—No le temo a aquello que puedo destruir.
El llanero enfundó nuevamente su pistola con orgullo y caminó decididamente hacia el umbral de madera.
—Temo que lo pienses así, joven. Aquellos que han desestimado a El Páramo terminaron deambulando como un Aparecido más. Si eres sensato, aprovecha la luz del día para volver a tu hogar y continuar con tu vida. Nadie paga por limpiar este lugar olvidado por Dios.
—No busco dinero, anciano. Soy un joven de grandes ambiciones.
—No hay reconocimiento en un hombre muerto.
Issa salió hacia el campo y contempló el sol en lo alto. Su sobretodo ondeaba levemente con una suave corriente de aire que acarrea olor a azufre. El polvo remolineaba a su alrededor y agitaba su sombrero.
—Si es tan fuerte tu convicción a morir, pistolero. Al menos acepta este último consejo de un anciano que ha habitado en El Páramo por más de cuarenta años. Los Aparecidos podrían ser la menor de tus preocupaciones si no te mueves con cuidado. El Páramo es engañoso, y la vegetación no crece. Evita cualquier contacto con esta.
El llanero de Draven esbozó una sutil sonrisa llena de arrogancia. Besó con sus labios partidos el revólver dorado que quitaba más vida que el ardiente abrazo del sol y caminó a paso firme hacia el mismo corazón del desierto. Al marchar, una lata de conservas rodó hacia el suelo. Rehema miró fijamente al Aparecido joven detrás de la alacena y luego miró por última vez al llanero caminando hacia su fin.
La noche no tardaría en llegar y el sol, con tintes rojizos, jugaba a esconderse tras el firmamento. Las sombras se tornaban silenciosas y el olor a putrefacción comenzaba a incrementar su intensidad a medida que la luna se elevaba sobre la bóveda negra, iluminando tímidamente con una luz mortecina.
Con revólver en mano, Usry caminó kilómetros y se perdió en la noche. Cada unos cuantos metros, deposita sobre la estéril tierra trampa de púas. Tales artefactos eran inocuos hacia los Aparecidos, pero Issa había vertido en cada aguja la sangre Qanar y ahora podían morir por ellas. Su corazón ansioso palpitaba con euforia y aquella señal de vida traía a los indeseados espectros que la aborrecían. Odiaban la vida misma y el calor que emanaban los humanos. Odiaban que la piel fuese rosada por la sangre que corría bajo esta. Odiaban la valentía y la felicidad. Pero más aún, odiaban a Issa por desafiarlos en sus propias tierras.
Y esto trajo consigo a estas figuras espectrales que comenzaban a surgir entre el yermo.
La diferencia entre niños y adultos radica en su tamaño y en aquel extraño velo que cubre su cara. Sin embargo, su piel añil era la misma y sus extremidades se tornaban huesudas ya a sus extremos. Parecían estar cubiertos por vendas y un extraño olor a azufre bailaba con ellos. Todos emitían un suave gimoteo agónico que pronto el pistolero comenzó a callar con su revólver.
No cabía duda que cada uno de sus disparos acababa con la misma muerte y así los Aparecidos desaparecían cuando el plomo de aquella arma impactaba sobre ellos. Se disolvían en un polvo negro que, arrastrado por el viento, volaban a la luna. A paso decidido continuaba caminando mientras la noche tronaba en cada disparo, sin embargo esto era solo el principio porque aquellos indicios de vida atraían a más y más Aparecidos que surgían del mismo aire, suelo y la estela de odio que dejaban al morir.
A diestra y siniestra los proyectiles eran expulsados del revólver. La cámara se vaciaba y con elegancia era recargada en una fracción de segundos. Disparaba seis veces, pero morían siete de ellos. Su agilidad era superior a la de los espectros de modo que Issa resultaba intocable. Su revólver giraba entre sus dedos y escupía balas. Luego besaba el cañón incandescente y volvía disparar, y luego recargar, y luego disparar otra vez. Entonces se movía grácilmente por la tierra, como en una extraña danza. El ballet de la muerte iluminado por los destellos del arma que tronaban en la noche silenciosa y apagaba la vil presencia de los Aparecidos. Las horas fueron muriendo así y el crepúsculo llegaría pronto.
Pero aun así, era ingenuo y arrogante, de modo que sin tomar las precauciones adecuadas se aproximó a una palmera de dos caballos de alto. En ese momento recordó las palabras del anciano pero los temores nunca llegaron a él al comprobar que tenía la situación dominada. Había decidido no tocar ninguna de estas plantas, mas eso no era suficiente para eludirlas. Porque el pistolero no sabía que al caminar bajo sus extensas hojas, descendían sobre él frutos etéreos y se adherían a su piel.
Pronto comenzó a sentir el peso de aquello que no sabía que cargaba y su destreza se veía impedida. Los Aparecidos ganaban terreno sobre su cuerpo entorpecido y ya no podía derribarlos con la destreza de antaño.
El llanero comenzó a retroceder, pero los Aparecidos surgían detrás de él y le obligaban a avanzar. Luego le obligaban a girar a la derecha y a la izquierda. El disparaba a mansalva mientras buscaba evadirlos, pero no era consciente de que ellos tenían el control y le estaban guiando allí donde deseaban. Mientras que el sol, se negaba a mostrar su cara tras el horizonte anaranjado.
Finalmente su cuerpo se estremeció y al voltear un espectro le miraba con sus ojos blancos brillando como perlas tras aquel velo. La malicia en aquella mirada penetrante vislumbraba la agonía de un ser, que antaño, fue humano. Su huesuda mano descansaba sobre su hombro y un implacable miedo creció dentro de él recorriendo cada vértebra.
Levantó su revólver y el proyectil destruyó a aquel espectro de la muerte.
Las sombras le rodeaban lentamente y él comenzó a huir desesperadamente, mas bajo de sí, el suelo permanecía estático. Luego otro aparecido habría surcado su rostro con su mano descarnada y lentamente comenzó a comprender que había cometido una gran estupidez.
El revólver tronó nuevamente y el Aparecido se esfumó en una nube de humo.Un tercer espectro se aferró a su pierna cuando surgió entre la tierra. Su grito quebró el aire luego de disparar la última bala. Mil Aparecidos muertos. La promesa cumplida.
Usry se aferró a la vida y comenzó a gimotear como lo han hecho tantos otros ya al verse en su lugar. Supongo que él fue demasiado orgulloso para creer que nunca llegaría a estar arrastrándose por el suelo. Su visión comenzó a desvanecerse y su piel ardía como si un sinfín de agujas le punzara. Finalmente, el miedo y el dolor eran tan fuertes para el llanero que éste cayó inconsciente, ya cuando el sol surgió a lo lejos.
Desgraciadamente despertó unas horas después, cuando la luz del ocaso amenazaba a esconderse una vez más. Había estado dormido casi un día entero y ahora otra noche comenzaba a anunciarse. La pesadilla sólo acababa de comenzar.
Se miró a sí mismo y comprobó que había pisado una de sus propias trampas, donde tres agujas habían traspasado su piel. Dentro de él ahora corría la sangre Qanar, aquella sangre que había borrado todo indicio de orgullo, valentía y arrogancia, pues el nuevo Issa se arrastraba sobre el suelo llorando de miedo, el cual ardía dentro de su corazón más que cualquiera de sus púas. Le temía a la muerta como nunca antes lo había hecho y el sol, su único amigo lentamente se ahogaba en la oscuridad del firmamento.
Se puso en pie y soltó el revólver dorado.
Brioso de salir con vida de El Páramo comenzó a correr mientras lágrimas limpiaban la tierra de su cara. Y así, habiendo perdido su donaire llegó a la casa del ranchero Rehema cuando la luna le contemplaba con lástima a lo alto.
Golpeó la puerta con desesperación y tras un eterno silenció la arrojó abajo para encontrarse con el cuerpo mutilado del campesino. La alacena se había desprendido de la pared, había caído encima y había partido su cuerpo en dos a la altura del abdomen. Allí arriba, en una esquina oscura, le miraba el joven Aparecido con sus ojos blancos. Su sonrisa mostraba una leve curvatura de triunfo.
Issa Usry cayó inconsciente una vez más.
No estoy seguro de cómo llegó nuevamente a Draven. A quienes dicen que un amigo del ranchero lo encontró allí y lo trajo a rastras mientras suplicaba por su vida. Sin embargo, es él el vivo ejemplo de los efectos de El Páramo. Hoy el llanero Usry no es más que una planta sin voluntad para colgarse a sí mismo. Pasa sus días mirando al mundo desde la ventana de su casa esperando el momento que la muerte venga por él y se lleve todos sus horribles recuerdos. Pero me temo que eso no ocurrirá nunca. Ha cumplido la promesa de Doña Frisna.
Desgraciadamente, él ya está muerto por dentro y permanecerá así toda la eternidad.
Los Aparecidos han permitido que escapara para enseñarnos una lección: Los humanos no somos bienvenidos en su hogar.
El Páramo es y será siempre de ellos.