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15 Apr
15Apr

Iba navegando en mi barco de papel, famélico y agotado. Vestía unos pantalones de estraza y una camisa de papel algodón. El agua era un celofán azul que crujía cuando la embarcación avanzaba sobre ella, y el sol brillaba como hoja metalizada en el filo del horizonte, donde nubes adhesivas colmaban un cielo claro. 

A lo lejos divisé una playa e intenté dirigir el navío moviendo su velamen de papel vegetal. No fue difícil porque la brisa soplaba con tenacidad. En un instante arribé a sus costas donde sentí el bramido de las olas celofán que golpeaban la arena de papel de lija; y a lo lejos, se erguían algunas palmeras de papel crepé que decoraban los pies de una montaña de resma. 

Fui corriendo hasta la palmera más cercana para servirme de sus frutos, pero cuando bajé unos de ellos comprendí que también eran de papel y estaban secos. No obstante, era extraña la aspereza que sentía en mis pies, porque de tanto andar por el litoral, mis pantalones de estraza se habían gastado y ya no podía moverme. Tenía la imperiosa necesidad de avanzar, mas solo me podía arrastrar sobre la arena cuyo precio de movimiento era el desgaste que se amplificaba más y más ¡Y ya no quedaría nada de mí si continuaba! Así que permanecí quieto, pensando. El hambre o la erosión iban a acabar conmigo y me rehusaba habiendo viajado desde tan lejos a terminar así. De modo que hice lo más coherente que podría hacer para sobrevivir. 

Me rasgué el pecho y me arranqué el corazón de seda. Lo doblé hasta formar un avión y lo arrojé para que la brisa se lo llevara lejos. Lejos donde acaba el horizonte, porque quizás la suerte esté de mi lado y pueda germinar un nuevo yo, y así, poder contar la historia que hoy te cuento.

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