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11 Mar
11Mar

Las nubes de algodón lentamente comenzaban a colmar el firmamento, penumbroso, con un sol desahuciado que amenazaba con desaparecer, allá lejos, donde el mundo acaba. El oleaje se alzaba violentamente y golpeaba el maderamen del navío, que luchaba en mantener su rumbo, ahora caótico. Viraba a estribor mientras las velas de oropel cantaban al viento. Lo hacían con perfecta entonación. La cubierta, húmeda y desastrosa, no generaba suficiente adherencia a los marineros. Era fácil caer y el vaivén de la nave les deslizaba como la arena en las manos temblorosas del tiempo. El barco se elevaba y luego se desplomaba sobre las aguas negras del Atlántico. Volvía a levantarse y volvía a caer. Arriba y abajo otra vez. 


Por lo menos había una veintena de hombres que procuraban el correcto estado del aparejo, pero allí no había una gota de éxito, aunque el espuma marina les cubriese los tobillos. Los caballos galopaban directamente a los acantilados rocosos, que aguardaban como hojas de cuchillo. La tropilla era, de por lo menos, ocho animales en dos hileras de cuatro. Estaban enganchados al casco por una sirga de bisutería en perpetua tensión.  


El algodón se tornó violáceo y la tempestad comenzaba su danza. La pesada lluvia caía, impetuosa, sobre la espuma marina de la cubierta. La perforaba y la limpiaba. La escurría nuevamente a la mar, embravecida. El agua, además, mojaba los rostros de los marineros limpiando sus falsas lágrimas. Y las lágrimas de los caballos que escoltaban el barco hacia el risco. Ahora bien, todo esto ocurrió recién cuando las notas de un piano comenzaron a sonar en el aire. El tronar de los cielos concluía en un acorde menor. El canto del velaje de oropel eran sutiles notas agudas. El escarceo marino, estrepitoso, viraba a una escala armónica.


Todo aquello era un poema musical. El sol se parte como un cristal en el firmamento cuando un La menor suena en una octava baja. No había tristeza, sino admiración a aquellos rocosos acantilados que, de puntas aguzadas, esperaban ansiosos nuestra llegada. Sin embargo, mientras más cerca estábamos del despeñadero, la sonata se colmaba de euforia. Y es en ese preciso instante de este viaje, en el que la vi. Era como una luz en la noche, resplandeciente figura femenina frente a un piano. Se situaba sobre el alcázar, apoyada sutilmente sobre el palo de mesana. 


Era difícil de creer que, en la muerte, se pudiese acompañar por tal triste melodía. Y entonces los caballos que galopaban sobre las aguas impactaron primero doce grados al oeste del acantilado, y luego el arrecife trituró el casco del navío. El fragor, aterrador, de la madera partirse se disfrazó de notas graves. No había gritos de dolor, solo una dulce canción que nos conducía a las aguas profundas del mar. 


La nave viró violentamente, tan violentamente, que salí despedido de ella y golpeé con la cabeza una piedra, pero una nota ocultó el sonido del botón ocular. Las salientes punzantes me rasgaron el abdomen de tela y los hilos rojos se hicieron a la mar, mientras descendía más y más en sus entrañas. Pero no había miedo, aunque me sobrasen las razones para temer. La nota se apagaba y mis ojos se cerraban al unísono con la canción. 


Pero pronto allí estaba yo, de pie sobre el navío mientras el cielo de algodón oscurecía. La esfera de cristal rojiza apoyada sobre el horizonte a punto de resquebrajarse. La escena se repetía una vez más, pero ningún marinero era consciente de este singular evento. Con cierta aprensión toqué mi abdomen, pero el estambre estaba cocido y ningún hilo rojo escapaba de mi relleno. El botón ocular, estaba perfectamente suturado, aunque el vaivén de la nave me hizo caer sobre la espuma marina y me deslice velozmente sobre la cubierta hasta proa, donde pude sostenerme con solo unos dedos de la barandilla para no caer al Atlántico. 


Los caballos galopaban con furia a los solemnes riscos y entonces me detuve a escuchar profundamente la melodía de la mar. Sobre el alcázar se dibujaba en un sutil resplandor la pianista, espectral y hermosa, y mientras avanzaba en la sonata, la caballeriza galopaba, entre lágrimas, sobre el agua y la lluvia comenzaba su danzar nuevamente, barriendo la espuma. El sol se partía contra el suelo en La menor. Si soltaba la sirga, perderíamos la tracción de sangre y, si el destino lo permitía, evitar el cruel despeñadero que espera con agujas, miles de agujas que destejen nuestros cuerpos. Entonces miré la cadena de bisutería que ataba a los ocho corceles, y los deje libres. Libres de ir a el desfiladero y matarse allí. Libres de surcar las aguas con restos de vidrio de sol y volar hasta las nubes de algodón. Pero mantuvimos el rumbo a estribor y comprendí que las notas musicales del piano, alimentaban el cantar de la lona de oropel. 


Ya era tarde. El piano sonaba ansioso y la pianista daba las notas finales. Estando en proa, sería el primero en besar el acantilado. El casco se quebró con un espantoso fragor que culminó en una nota grave. Salí despedido hacia las salientes y el filo rasgó la tela que esparció hilos rojos por doquier. El botón ocular se desprendió otra vez. Entonces, en una triste melodía que daba sus notas finales, caigo al agua y voy hundiéndome en la negrura. No obstante, no había miedo ni dolor. Solo una inmensa paz e hilos que se mojaban.


Pero allí estaba de pie, sobre la cubierta del barco. Y el algodón se formaba sobre nuestras cabezas, y pronto procedería a una intensa tempestad que nos arrastraría contra las costas rocosas. Los marineros y corceles llorarían. El sol se partiría y luego terminaríamos contra las agujas. La historia ya era conocida, aunque era el único con total consciencia en ello. 


Los ocho caballos galopaban tirando la nave por el cable de bisutería. Esta vez, tenía que ser distinto. Corrí al alcázar aferrándome a la barandilla para evitar el vaivén de barco, sobre una mar que no daba tregua. Llegué cuando el algodón se tornó violeta y la espuma escurría de la cubierta con las gotas danzantes de la lluvia. 


De pelo negro adornado con un broche blanco. La pianista, resplandeciente, tocaba las mismas notas. Quizás su belleza o el sonido melancólico me hicieron olvidar mi misión, aunque pude recuperar mi compostura cuando el sol se hizo añicos. Frente a ella, le pedí que se detuviese, pero de mi boca de tela no brotó sonido alguno, o es que todo eco se transformaba en notas musicales. Los corceles dieron de lleno contra la roca y el arrecife hizo restallar el maderamen. Sin embargo, casi como un reflejo, me aferré rápidamente de sus manos.


Y entonces ella da un sobresalto y me mira, con dulces ojos pardos. Sus dedos están fríos y se entrelazan con los míos. Sonríe y sonrío. Ya dan casi las nueve, y aun quería tomar un café antes de volver a casa. Vestimos nuestros abrigos, y abandonamos la alfombra roja de su estudio tomados de la mano.

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