Cuando él observa el reloj, sus agujas se detienen. Permanecen estáticas, inmóviles en ese momento exacto del tiempo. Sin embargo, cuando está fuera de su vista, el reloj avanza con naturalidad. Él lo sabe porque el sonido le delata, tic-tac. Además, percibe que sus manecillas se encuentran detenidas siempre en horarios distintos.
El reloj es una antigua reliquia familiar. Es feo como el placard del dormitorio (que es verdaderamente feo), y además algo siniestro. Es, en otras palabras, una de esas porquerías que se pasan de generación en generación. No lo había tirado hasta ahora por milagro de la nostalgia. Admite que también, le da algo de vergüenza que lo vean bajar del edificio con ese cacharro.
Así el reloj habita en el comedor. Él se enoja con ese mueble, porque ni siquiera puede funcionar bien. Es decir, da bien la hora, pero ¿qué es eso de detenerse cuando lo contemplan? La gracia misma de mirar un reloj es ver el tiempo pasar, las agujas moverse en su eterno tic-tac, pero no se puede hacer eso con este. De modo que inicia una precaria investigación domestica para descifrar cual es el problema. Porque si el reloj se tiene que quedar, mínimamente debe de funcionar bien.
Se siente frente al armatoste de madera desarrollando ideas de como iniciar el proceso de reparación. Lo mira fijo y sus agujas yacen quietas. Pero no solo eso, de pura casualidad comprende que el alba que entra por la ventana, tampoco se mueve. Al mirar al reloj, ocurría una parálisis total del tiempo. ¿Cómo es eso posible?
Ya con gran curiosidad, abre el cristal preguntando qué pasaría si gira las manecillas con las manos. Sin embargo, ni bien las yemas de sus dedos acarician la saeta horaria, el sistema comienza a funcionar normalmente. Los engranajes se mueven y el tic-tac se anuncia.
Extrañado pero conforme, considera el asunto solucionado. No sabe cómo, pero prefiere dejarlo como está y evitar estropearlo del todo. No obstante cuando voltea para ir hacia la cocina, el silencio del reloj le detiene en seco. Su mañana es eterna.