Dicen que soy un chico normal. Un chico que todos los días toma el colectivo de la línea 29 para cumplir con horas de más en un trabajo que odia. Tengo un telegrama de renuncia en mi mano y un insulto en mi lengua. Me siento, como de costumbre, en el mismo lugar: el último asiento a la izquierda mientras “Sit next to me” suena por el auricular.
El colectivo se detiene en avenida Colón y, entre el mar de gente, sube una chica de pelo corto con los ojos como una colmena: una mirada dulce con miles de aguijones. Se sienta dos asientos adelante, en diagonal. Repentinamente ella voltea, como si estuviera atraída por mi mirada, y nuestros ojos se encuentran en este instante del tiempo y del mundo. Nadie la ve, pero hay una chispa intangible que reverbera entre nosotros.
Ella me sonríe y yo le devuelvo la sonrisa.
Ahora tengo que esforzarme por respirar, porque vuelve su vista hacia adelante robándome el aire. Solo veo su delicado cuello contorneado por su pelo y la mochila. Fuerzo la mirada como si fuese gancho y cuerda para atraerla a mi, pero está absorta en el paisaje difuso que se abre ante el parabrisas.
Lo peor de todo es que el viaje es una cuenta regresiva. Son solo 15 minutos si el tráfico de Córdoba se muestra benévolo. ¿Qué va a ser de mí si nunca más la vuelvo a ver? No podemos quedarnos así, como dos satélites lejanos en el espacio, esperando que la órbita nos lleve cada uno para un punto distante.
El asiento a su lado se desocupa y la vida me da una oportunidad, pero solo soy un chico normal. Soy tan normal que tengo miedo al rechazo. Un rechazo que ya acepté sin siquiera recibirlo. Y así, el afán de algo más, me condena a una relación invisible que se formó entre los dos y duró un suspiro. Una mirada al vacío.
Me escapo por la puerta de atrás y desde la calle miro una vez más al colectivo. Es un recuerdo que se va. Y se aleja, pero tras su ventana, dos ojos de miel brillan y sus agujas se clavan en mí.
Quizás sea demasiado pronto para renunciar.